Una cálida luz ilumina el antiguo obrador de Casa Otaegui en el número 15 de la calle Narrika, en Donostia. Bajo las lámparas se extiende la robusta mesa de madera de roble que atraviesa la estancia. En ella se trabajaron durante décadas cientos de pasteles, pero ya hace más de 30 años que no se usa. “Acércate”, dice María Otaegui. “Mira, aún huele a mantequilla”. Las vetas de la tabla tienen memoria, y han absorbido el olor del hojaldre y los postres que endulzaron los paladares de reinas y pescadores, vecinos, aristócratas y actores. A un lado de la mesa se extiende una fila de bastoneras, donde la clientela solía colgar sus sombreros y bastones antes de sentarse en el salón de té.
Ahora están en la trastienda. Los clientes ya no van tan engalanados. Pero el éxito de los dulces de Casa Otaegui sigue siendo el mismo. Con más de 140 años de legado, su fórmula sigue inalterable: buen producto local, manos expertas y pasión por el oficio. Y eso la convierte en uno de los grandes exponentes de la territorialidad gastronómica vasca. Es la pastelería más antigua de Donostia sigue siendo un referente de la gastronomía de la ciudad y un imán para autóctonos y turistas. Su secreto es simple, y quizá, por eso, difícil de copiar: buen producto de cercanía, buenas manos y pasión.

Una pastelería centenaria con raíces donostiarras
Su historia se remonta a 1886, cuando Raimundo Malcorra y Josefa Martina Otaegui fundaron la pastelería. Aquella era una época de oportunidades. En 1863 se habían derruido las murallas que ahogaban ciudad y, con el desarrollo del ensanche, Donostia estaba en pleno crecimiento. La joven pareja de recién casados no lo dudó. Dejó Beizama y montó su primera tienda en el barrio de Gros. Sin embargo, al tiempo, una cuestión de salud hizo que traspasaran la pastelería a su hermano, Pedro Otaegui, y su mujer, Emiliana Malcorra. De ellos descienden directamente los actuales propietarios, Íñigo y María Otaegui, cuarta generación del negocio.
“Eran personas muy emprendedoras. Tenían nueve hijos y ganas de crecer, de tirar para adelante. Mi bisabuelo se encargaba más de la pastelería. Y Emiliana llevaba la tienda, las riendas del negocio y de la familia. Era una mujer muy trabajadora y bastante visionaria. Fue la que cambió el rumbo de la pastelería a lo que hoy conocemos”, explica Íñigo.
Hay que tener en cuenta que en aquella época las pastelerías poco se parecían a las actuales. No había electricidad y el negocio estaba ligado al de las cererías, por lo que la mayoría de los pasteles se hacían con miel. Por otro lado, el oficio de repostero aún no era conocido en la ciudad. Pero esto pronto cambiaría.

Desde finales de siglo, Donostia se había convertido en uno de los lugares favoritos de la realeza para veranear. La reina María Cristina, madre de Alfonso XIII, lo hacía sin falta cada verano desde 1887, atrayendo a otros aristócratas y soberanos europeos, que viajaban con su corte de cocineros y reposteros. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial muchos se quedaron atrapados en la ciudad, y Emiliana aprovechó la coyuntura para contratar a tres de ellos e integrar en la pastelería Otaegui las técnicas e influencias de la repostería francesa.
“Esto nos permitió dar un salto hacia Europa. Comenzamos a hacer pasteles que hasta ahora nunca se habían elaborado, a modificar la manera de elaborar nuestras pastas de té y nuestros bombones, y, en general, a dar un nuevo tratamiento a la repostería”, comenta Íñigo.
Es un momento de crecimiento, donde el negocio se expande y abren más locales. Pero antes de 1930, Pedro Otaegui muere y Emiliana se queda sola, con ocho bocas que alimentar y tres establecimientos. Para salir adelante, decide cerrar dos de ellos, y cambia el emblema de la puerta del local de Narrica, que aún hoy se conserva, a VO, Viuda de Otaegui. Una declaración de intenciones que indicaba que en sus planes no entraba claudicar. Todo lo contrario.

Ingredientes de cercanía y manos que hacen historia
Una multitud se agolpa frente al escaparate mientras grabamos el reportaje. Iñigo se asoma a avisar de que abren en 20 minutos, y al otro lado de la puerta resuena un lastimero y prolongado “Ohhhhhh”. El paladar no puede esperar. Su escaparate es parada obligada, y un gran reclamo para los turistas que se acercan a ver el local y probar sus exquisitas creaciones. La clientela de toda la vida se mezcla con franceses, japoneses e ingleses...
“Cada cual tiene su pastel fetiche”, comenta sonriente Íñigo. Desde la reina María Cristina, que suspiraba por sus bizcochos de almendra, hasta los habituales. Señoras que compran sus golosas frutas de Niza, octogenarios que pasan a por una caja de bombones, jóvenes que apuestan por la palmera de chocolate, o vecinas que acuden a pedir un kilo de pastas. Y no es de extrañar porque el desfile de delicias es un espectáculo. Suculentos pasteles de nata, bollos de mantequilla, planchas de chocolate con avellanas recién tostadas, brioches rellenos de crema... Y frente a ellos, jocosa, una báscula centenaria en cuya esfera se lee: “Observe su peso”.
Pero si hay un pastel que representa a la perfección la tradición y legado de Casa Otaegui, ese es la Panchineta, una tarta de hojaldre crujiente, crema y almendra, ideada, por Emiliana en tiempos de carestía, que se ha convertido en uno de los postres más emblemáticos de la ciudad. “Llevamos elaborándola más de cien años, y una de las claves de su éxito es que no es muy dulce, por eso gusta a todos. Es un postre para compartir con la familia y los amigos, que ha logrado pasar de generación en generación”, comenta Íñigo, que destaca cómo los aitonas, los abuelos vascos, pasan a diario para compartir con sus nietos el valor de estos dulces hechos con las manos y buenos ingredientes.

Lo revolucionario de apostar por la tradición
Es ahí donde radica la esencia de Casa Otaegui. En la tradición, el producto de calidad y cercanía, y unas manos que recogen la herencia artesana y saben amasar con mimo. Aunque luego productos como la Panchineta sean versionados por cocineros como Arzak, Subijana o Berasategui.
“Lo que siempre se nos ha transmitido de generación en generación es la necesidad de ponerle pasión y cariño al trabajo que hacemos de forma diaria. También respetar el recetario y trasladar a los clientes el gusto por lo que hacemos”, asegura Íñigo. “Nuestra esencia es trabajar con las manos, por eso no podrás ver dos cruasanes. Pero las manos siguen siendo manos y el trabajo que se hace con ellas no ha variado mucho”.
Otro factor esencial son los ingredientes con los que trabajan. No más de cinco, todos de buena calidad y de proveedores de cercanía. Esta apuesta sostenible, hoy revolucionaria para muchas empresas, forma parte de su ADN. “Los proveedores de mis bisabuelos eran los caseros o caseras del barrio de Igueldo o de Alza, que venían al mercado. Allí les comprábamos los huevos, la harina, el azúcar, y pocos ingredientes más, que no han variado en estos cien años. Es verdad que no tenemos los proveedores con los que empezaron mis bisabuelos, pero con muchos de ellos llevamos más de 70 años, como los alicantinos Garrigós, maestros turroneros que nos proveen de almendra”, asegura Íñigo.
Los desafíos de un negocio artesano
Aunque lo recetarios apenas hayan cambiado, y la manera de trabajar sea siendo la misma, más de 140 años dan para mucho. En todos estos años, Casa Otaegui ha tenido que hacer frente a diversos vaivenes, y algunas variaciones. Sus establecimientos han ido creciendo y decreciendo en función de las épocas y los acontecimientos. Pero en toda su historia solo han cerrado dos veces: durante la Guerra Civil y en la pandemia de la COVID-19. Hace ocho años sufrieron una gran crisis, y estuvieron a punto de desaparecer.
“Tuvimos que tomar medidas urgentes y desprendernos de dos tiendas. Nos dio mucha pena, pero las matemáticas a veces son tozudas”, lamenta Íñigo. En ese momento, la entidad con la que habían trabajado toda la vida, antes Banco Guipuzcoano y entonces ya Banco Sabadell estuvo allí para apoyarles. “Cuando otros nos negaron la ayuda, ellos estuvieron. Eso nos permitió volver a salir, sobrevivir y hoy en día nuestra relación se sigue manteniendo. Es una relación de confianza”.
El negocio, aunque aún opera con muchas máquinas de la generación anterior, también se ha ido renovando. “Antiguamente teníamos el obrador debajo de la tienda y los hornos eran de carbón. Ahora es un horno eléctrico, eficiente y con poca emisión, para generar la menor huella de carbón posible”. Pero el último gran cambio ha sido la renovación, en 2024, de la tienda de la calle Narrica, que acusó gran expectación entre los locales. “Creo que ha gustado y nos ha ayudado a vender un poquito más y ser más atractivos. Además, ahora compañeros y compañeras pueden trabajar mejor y almacenar los productos en nuevas cámaras frigoríficas que antes no teníamos”. Ahora son más eficientes, vistosas y accesibles.
El próximo gran reto, como en el caso de muchas pymes, es asegurar la continuidad.
“Muchos cierran porque es muy sacrificado, y el relevo generacional es difícil”, afirma María. “Es difícil encontrar talento que quiera dedicarse a trabajar con las manos”, apunta Íñigo. Sin embargo, de momento, el futuro de Casa Otaegui parece asegurado: “Tenemos un jefe de obrador más joven que yo, así que tiene todavía un recorrido de quince o veinte años. Más allá, veremos si hay una quinta generación”. Y asegura con todas las de la ley: “Para mí ha sido un gusto poder continuar el trabajo de la familia”.
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